Este relato
está extraído del libro “Galeón” de
Jesús Sánchez Adalid, el cual me
regalaron por mi cumpleaños. Trata de
las aventuras de un navegante español del siglo XVII en la travesía del
Atlántico hacia las Indias Occidentales, haciendo referencia a una época y
circunstancia concretas.
Viaje a las Indias
Occidentales
"…Antes de
emprender mi viaje, tuve que cumplir con lo que mandaban las leyes de su
majestad para todos los que van allá. Todos aquellos que quieran pasar a Indias
deben obtener una licencia que extiende la Casa de Contratación, a cuyo fin se
ha de presentar una inquisición testifical, hecha en la localidad del viajero,
en la que ha de probar que el susodicho no está incluido en los llamados
–prohibidos-, es decir; moros, judíos, conversos, etcétera….Fue allí mismo, en
los despachos de mi pueblo, donde supe que la mayor parte de los pasajeros a
las Indias son solteros. Pues, como es norma, el paso de las mujeres solteras
está prohibido, como tampoco la mujer casada por sí sola puede viajar, ya que
no se le da licencia si no es acompañada de su marido; o bien para reunirse con
él, si este estuviese ya en las Indias, pero únicamente cuando la esposa exhibe
carta de llamada del esposo ante las autoridades….
…Pasando yo como militar…, con destino
según mis cartas, no tuve mayor problema y el funcionario me otorgó el
documento con todas las firmas y sellos obligados….Y ahora que tenía en mi mano
los permisos, debía buscarme con quien ir, porque el viaje a Indias, no es un
trayecto de pasajeros, sino de mercancías, y por lo tanto los que viajan allá
deben buscarse acomodo entre los barcos mercantes….Y con esa resolución que
otorga Dios a los que le confían su porvenir, resolví ir a poner mi persona y
mi suerte bajo la obediencia de la Armada Real….
…Era a
primeros de abril cuando llegué a la hermosa ciudad de Sevilla. La encontré
vaporosamente sumida en los primeros calores del año y la primavera la tenía
toda resplandeciente, bajo su inabarcable firmamento surcado por nubes de
negras golondrinas y azuladas palomas. Era una tarde hermosa, de admirable
tranquilidad; sin que corriera la más mínima brisa, de manera que parecían
petrificados los álamos y las palmeras. A orillas del rio Guadalquivir, se
alzan las murallas y el alcázar que edificaran los moros siendo señores de
España. En medio de mi asombro, miré hacia los puertos, donde iban y venían
barcas y veleros, deslizándose despacio, de orilla a orilla. Descansaba ya en
el puerto la Flota de Indias. En las atarazanas, los galeones abrían sus
bodegas a la interminable fila de esclavos que acarreaban la carga…
…Avanzaba
mayo en Sevilla y las tardes se hicieron oscuras, pesadas, sofocantes….A estas
alturas del año, las autoridades designadas para las Indias ya estaban en
Sevilla….Con tanto preparativo, las últimas semanas de mayo fueron muy
ajetreadas. Desde que corrió por el puerto la orden de aparejar las naves, no
daban abasto los marineros, con la gran cantidad de pertrechos que tenían que
subir a bordo. Primeramente, los maestres mandaron cargar los aparatos de
guerra: la artillería, culebrinas, falconetes, bombardas y pasamuras. También
los pilotos debían cargar los instrumentos náuticos: cartas de marear,
cuadrantes, compases, astrolabios y relojes de arena. Se dejaban para el final
la pólvora y las municiones, no fuera a declararse un incendio y saltase todo
por los aires.
Pero lo último que se embarcaba eran los alimentos: galletas, tasajos, arroz, legumbres, bizcochos, aceitunas, castañas pilongas. Los barcos no son frescos y todo se pone pronto añejo y enmohecido. Por eso, lo mas principal –el agua- se guarda en barriles, toneles y odres, en lo más profundo de las bodegas; lo mismo que el vino.
Cuando los
pajes y grumetes hubieron distribuido bien todo esto en los barcos, el espacio
restante se dejó para los equipajes de los viajeros, reservándolos mejores
sitios para aquellos que mas hubieran pagado por derechos de carga. Entonces
dio comienzo un pintoresco ajetreo, cuando los cientos de cargadores, lacayos y
esclavos se organizaron en interminables filas llevando a bordo los fardos,
sacos, baúles y cajas. En todo esto, llamó la atención más que nada observar
cómo acomodan los animales vivos: jaulones con gallinas, palomas, cerdos,
ovejas, cabras, conejos… y lo más curioso de todo es el ingenio que requiere
colocar las grandes bestias como caballos, asnos, mulas y bueyes, que son
colgados por la panza con cinchos y fajas que penden de los techos, para evitar
que con el vaivén del viaje se lastimen
las patas….
Atardecido,
con el cielo enrojecido, los palos y las vergas de los navíos parecían un
bosque que nacía en los muelles, los galeones reposaban en una calma
expectante, mientras a sus espaldas la ciudad refulgía…
…A mediados
de junio cuando al fin estuvo todo listo… se hizo el reparto de los lugares que
correspondían a los pasajeros…por la mañana empezó a correr el rumor de que se
iba a partir al día siguiente de madrugada. Pero pocos hicieron caso de esta
noticia,…pues de todos era sabido que lo
habitual era que se demorara la partida…a última hora de la tarde, cuando
los faroles de los barcos comenzaban a encenderse y las tripulaciones se disponían
a distribuirse por las tabernas, la noticia corrió de repente como una
sacudida….Cuando la orden fue dada en firme y conocida en todo el puerto, se
reunió la marinería y pronto empezaron a subir las tripulaciones para ultimar
los preparativos…para que todo estuviese a punto en unas horas.
Resultaba
emocionante ver el puerto con tal cantidad de luces encendidas en los barcos y
en los muelles, y ese bullicio rudo de la gente de la mar, mientras los
pasajeros nerviosos, se apresuraban a subir pos las pasarelas para ocupar sus
sitios.
Tendido en
mi camastro, en la cubierta, contemplaba yo las estrellas muy despierto, y
trataba de imaginarme cómo serían aquellas lejanas tierras de allende los
mares.
No
sé en qué momento me quedé dormido, pero recuerdo haber sido despertado por
alguien que se removió a mi lado. Entonces una voz gritó en la madrugada:
— ¡La flota leva anclas!
Las
velas empezaron a caer desde los palos y las maderas crujieron, un estrépito de
pisadas recorrió la cubierta.
El maestre del barco daba las órdenes y los remos
se levantaron. Pajes y grumetes igual trepaban por las cuerdas que recogían los
cabos.
Sevilla
se quedaba atrás mientras amanecía. Río abajo, la Flota de Indias abandonaba el
puerto. Hacía un tiempo bochornoso; el cielo estaba blanquecino y las aguas
azul grisáceas. El polvoriento arenal se hacía pequeño, abarrotado de carros,
fardos y baúles, un reguero de gente corría por la margen del Guadalquivir
despidiendo a los barcos.
Se
hizo la escala en Sanlúcar, como estaba mandado. Hay allí muy buen mercado,
donde hacerse con las mejores salazones, aceitunas, escabeches, encurtidos,
castañas, garbanzos tostados y galletas. También hay muy buen vino, vinagre,
arrope y medicinas. Se hizo la aguada y al día siguiente los galeones zarparon
hacia mar abierto con viento muy favorable. Al abandonar el litoral peninsular
y adentrarse en el océano, las aguas se tiñeron de intenso azul y las velas
brillaron como mágicas alas en la anchura.
Navegaba
en cabeza la Capitana, con el estandarte bien alto, izado en el palo
mayor; la seguían los mercantes y los navíos de permisión. Cerrando la formación,
con sus insignias reales y militares luciendo en el mástil de popa, iba la Almiranta.
El resto de los buques de guerra custodiaban los mercantes a barlovento, para
aproximarse y salvar la carga en el caso de que hubiera un ataque de corsarios.
A pesar del viento a favor, navegaba la flota muy lenta, pues iban las bodegas repletas
y los cascos hundidos.
Transcurre
esta primera parte de la singladura por el llamado Mar de las Yeguas, que se
extiende entre la península y el archipiélago de las Canarias. Según decían, la
distancia se cubre en diez o doce días, más un barco ligero puede hacerla en
solitario en menos de una semana si las condiciones son buenas. Pero en el
viaje de la Flota de Indias uno debe armarse de paciencia; pues los navíos más
pesados imponen su lentitud a los demás. Añádase a esto el hecho de que, dada la
enorme longitud de la travesía, debe llevarse mucha comida y bebida a bordo, no
solo para los pasajeros y tripulaciones, sino también para la gran cantidad de
animales que se transportan. La cocina a bordo se avía en una plancha de hierro
basto, sobre la que se extiende una capa de arena. Se enciende con mucha
precaución un fuego de leña y carbones que sirve para hervir la olla del
rancho. Pero no puede hacerse a diario el guiso, pues se está en esto a merced
del viento, como en tantos otros menesteres. De manera que solamente se come
caliente en el barco cuando hace buen tiempo. Pues si llueve, tampoco es posible
guisar y se echa mano de lo frío.
Estos primeros días de navegación se hacen duros. A los temores inherentes a la falta de costumbre de ir en barco y a la visión inquietante del océano infinito, se suman los mareos que hacen vomitar constantemente a los que se hacen a la mar por primera vez. No me libré yo de estos males, a pesar de ir en buen acomodo y de agradecer el tener un lugar donde padecer bajo techo, separado del ajetreo de los marineros y de los bártulos que se amontonaban por todas partes.
Pasadas
tres jornadas completas, empecé a mejorar de los mareos, pero me sobrevino
entonces una suerte de debilidad de miembros que me obligaba a estar echado la
mayor parte del día. A bordo transcurren las horas sin más distracción que la
lectura o los oficios religiosos.
Aunque
durante los primeros días la misma rutina de la vida de los marineros resulta
un curioso espectáculo; entretiene mucho verlos cuidar el barco como se cuida
de una casa. Izan las velas o las reparan cuando se hacen rotos, trepan
ágilmente a los palos, arreglan, trenzan, recogen y atan cabos con gran
habilidad, remiendan redes, friegan las cubiertas, reparten pez y revisan los
aparejos. Es menester tener siempre húmeda la cubierta para que no se agriete,
así como achicar frecuentemente en la sentina. Los toneleros han de mantener
los barriles bajo continua vigilancia, porque las duelas de tabla se van
desajustando a causa del continuo vaivén del navío. Es también obligación de
los marineros echar el escandallo al fondo, que es una soga plomada de más de cuarenta
brazas de longitud con la que se calcula la profundidad de las aguas.
Para
desempeñar con orden toda esta actividad, se dispone un sistema de turnos de
cuatro horas, que se va sucediendo con gran disciplina y que tanto los
oficiales como los marineros y grumetes respetan a la perfección, pues son muy
duros los castigos para quien incumple las normas, cualquiera que sea su cargo
a bordo.
No
obstante, de vez en cuando se organizan sonoras peleas en las que se profieren
los más feroces insultos y amenazas, y alguna que otra escandalosa blasfemia.
Más pude comprobar cómo se aplica la justicia de forma severa por los
capitanes: restricción en la ración de comida, trabajos extras e incluso azotes
que se propinan en público implacablemente.
El
alimento lo empiezan a preparar los cocineros a primera Hora de la mañana y se
reparte dos veces al día. Su composición no es demasiado mala en la primera
etapa del viaje: aún se conservan bien las carnes, chacinas, verduras y frutas
que se adquirieron en tierra y no falta el vino. Los pajes recorren la cubierta
distribuyendo las raciones que corresponden a cada uno según el precio de su
pasaje.
Pero,
siendo llevadera esta colación, los más veteranos, al ver a la gente contenta,
ya se encargaban de advertir de lo que nos aguardaba más adelante, a medida que
avanzaran las semanas: tasajos rancios, galleta enmohecida y poco más; para
beber, agua maloliente.
Sin
mayor entretenimiento, como digo, que estos afanes diarios y las lecturas que
llevaba en mi equipaje, las horas empezaron a resultar interminables, contadas
una a una por el grumete encargado de dar la vuelta al reloj de arena del
puente cada vez que se vaciaba una de sus burbujas de cristal, añadiendo la
cantinela correspondiente con sonora voz:
Bendita sea la luz y la Santa
Veracruz y el Señor de la
Verdad y la Sarta Trinidad.
Bendita sea la fe, y el Señor que
nos la manda. Bendita la hora
prima y el Señor que nos
redima.
Luego se iniciaba un paternóster, un avemaría y un
gloria que todos rezábamos fervorosamente, rogando a Dios que velara guardándonos
de los peligros de la mar. Enternecía ver a la ruda tripulación interrumpir sus
faenas y entonar esta plegaria:
Dios nos dé buen viaje, buen
pasaje tenga la nao, el señor
capitán y maestre y vuesas
mercedes también, señores de
popa y proa, señor timonel y
marineros.
Y buena compaña a todos.
Amén.
Es
importante hacer mención de las guardias que hace la gente de la mar a bordo.
Principalmente son dos: a la primera se la llama de estribor, y la hacen los
brigadas de número impar; y la segunda, o de babor, está hecha por el resto de
número par. Siempre que se puede, los oficiales de guerra, pilotos y contramaestres
están a cuatro guardias. Y solo quedan exentos de este servicio los pañoleros,
bodegueros y rancheros.
La
finalidad de este orden es que cada brigada de marinería cumpla con la maniobra
correspondiente de los diferentes palos de la arboladura. Y es de destacar que
siempre se procura destinar los mejores hombres al bauprés y al trinquete, pues
con ellos se hace la importante faena de zarpar o fondear las anclas. Para la
maniobra, cada marinero conoce de antemano con precisión el sitio que debe
ocupar en las vergas; ya sea para tomar rizos, aferrar los cabos, largarlos al
marear o para que se oree el velamen y no se pudra. Corresponden los oficios de
gavieros y juaneteros a los marinos de menor estatura, los más ligeros y
decididos, a los que se asignan a las vergas más altas, pues han de trepar por
las cuerdas. Como término medio, se destinan veinticinco hombres al trinquete,
veintisiete al palo mayor y quince al de mesana, todos trabajan al mando de un
contramaestre experimentado. En cambio, para las maniobras del castillo de proa
se eligen los marineros más fuertes y mejores de cada guardia.
El maestre o el oficial de guardia dirigen
las maniobras sobre el alcázar, y el segundo de a bordo va a proa para repetir
las órdenes y disponer su cumplimiento. El capitán es asistido por el primer
contramaestre, que debe permanecer a su lado en todo momento y circunstancia.
En previsión de cualquier avería, los carpinteros
y calafates se distribuyen con sus herramientas al pie o inmediaciones de cada
palo para acudir rápidamente y arreglar la avería sin demora. Bajo cubierta
permanecen atentos el cirujano, el sangrador, el capellán y los despenseros
para ejercer sus obligaciones propias en caso necesario.
La
tropa embarcada se divide en dos fracciones, compuestas por igual número de
oficiales, sargentos y cabos, y repartidos por mitad los bombarderos, artilleros
y tambores. La primera sección es numerada con los números impares y compone la
guardia de estribor; y la segunda, con los pares, forma la de babor. Los
soldados son asignados a los puestos de cada pieza de artillería unos y a la
fusilería de cubierta o pasamanos otros, el resto se ocupa de los pañoles de
pólvora y guardan las escotillas. Durante las maniobras generales la tropa
ayudaba en las faenas sobre cubierta, sobre todo en las barras del cabestrante,
para el braceo de vergas, escotas y escotines; y en caso de necesidad incluso
se aplican a la bomba de achique.
En
el castillo de proa se sitúan los vigías y cofas de los palos trinquete y mayor,
dotados de catalejos. Cuando existían dudas sobre el tipo o nacionalidad de los
buques avistados, subían a las cofas incluso los oficiales de guerra más
experimentados. Con niebla se refuerza el número de serviolas, distribuyéndolos
por los pasillos, amuras y aletas de cada banda del navío. Durante toda la
noche, ya sea en puerto o en la mar, un grumete grita «el alerta» desde el
alcázar al castillo de media en media hora, para mantener atenta la guardia.
Durante
las maniobras, reina un gran silencio y el orden se cuida al máximo para
obtener un buen provecho de las consignas. Por eso, se prohíben terminantemente
los cantos y las conversaciones. Por la noche está mandado dejar prestos los
cañones de la batería alta. Desde la puesta del sol se cierran las seis
escotillas de la santabárbara, la despensa, la escotilla mayor, la de proa y la
del pañol del contramaestre. Todas las llaves de a bordo quedan en poder de
tres oficiales que son los únicos responsables en caso de combate, tempestad u
otra apremiante necesidad.
En
menos de diez días la flota cubrió la primera etapa de la singladura. A pesar de
ir los barcos muy cargados, las corrientes y los vientos fueron favorables y no
se tardó más de lo previsto en avistar el litoral canario.
En
una hora se fueron alineando los barcos, con las velas recogidas, en la amplia
rada santacruceña, que se veía bordeada por una costa baja, provista de someras
caletas y pequeñas playas, hacia las que comenzaron pronto a desplazarse decenas
de botes de remo. A los muelles solo podían aproximarse los galeones
principales, pues solo había sitio sino para ocho o diez.
Al
navío donde iba yo le correspondió echar el ancla a cierta distancia, y
enseguida se aproximaron los esquifes desde las orillas para recogernos a los
viajeros y llevarnos al puerto.
Después
de diez días de navegación, estábamos ansiosos por poner los pies en tierra
firme, así que se formó una trifulca a causa de la impaciencia de unos cuantos
marineros que pretendieron saltarse el orden del desembarco. Su arrebato les
costó la pena de permanecer a bordo unas horas más, cuando el capitán intervino
para poner paz.
Subí yo al bote e hice el trayecto entusiasmado.
Las aguas estaban serenas y no tardamos en varar en la playa, donde ya se
arremolinaba el gentío; pescadores, comerciantes y arrieros de los pueblos
cercanos que venían a hacer el agosto vendiendo pescado, carne y verduras a los
aprovisionadores. En la arena,
no lejos de la orilla, atravesamos los caseríos hechos de chozas, de tablas y
de paja, donde los chiquillos y las mujeres secaban los peces al sol y
reparaban las redes, mientras observaban curiosos el paso de los viajeros…
…San
Cristóbal de la Laguna es la capital y la principal ciudad de las Canarias. Asentada
en el fértil valle de Agüere, lejos de la costa, para salvaguardarla de los
frecuentes ataques de los corsarios, recibe su nombre de una gran laguna que se
nutre con las aguas de lluvia que fluyen desde los montes cercanos. Es una
ciudad señorial, elegante, cuyo plano fundacional fue trazado hace más de un
siglo. Sus calles son rectas, amplias, se cruzan y discurren largas uniendo
hermosas plazas, con casas altas y sobradas de fachadas importantes patios,
espaciosos, zaguanes, grandes escaleras, caballerizas, bodegas… que son reflejo
del poderío de los comerciantes, la nobleza y los agricultores ricos de la
isla. Diríase que las construcciones se miran en las de Castilla; sobrias como
ellas, aunque, dentro de su austeridad, algunas exhiben magníficas portadas de
cantería, distinguiendo con ello a la familia que habita cada vivienda, pues la
piedra resulta un material escaso y caro allí.
La
fábrica de las abundantes iglesias, en cambio, es ostentosa. Resalta la
concepción, magnífica en sus formas y en los materiales de su fábrica, o la de
Nuestra Señora de los Remedios, con una espléndida torre mandada edificar por
el obispo don Antonio Carrionero, cuya obra aún no ha sido concluida. En
definitiva, puede decirse que La Laguna es bien diferente al puerto de Santa
Cruz, más tumultuoso y desordenado. En San Cristóbal todo es calma, limpieza y
compostura; en cada esquina, en cada barrio, puede uno visitar bellas iglesias,
conventos, ermitas o sencillas capillas de cruces y calvarios que le dan a la
ciudad un aire señorial y devoto…
…La
flota zarpó de las islas finalmente a primera hora del día 6 de julio, a pesar de
que se había dado el aviso anunciando la partida para el día anterior. El
retraso fue a consecuencia de la deserción de varios soldados de la armada que,
a pesar de ser buscados con ahínco por las autoridades, no fueron encontrados.
Y, como quiera que no se pudiera demorar ni un día más la escala, los capitanes
decidieron dejar la cosa en manos de la justicia de las islas.
Atardecía cuando la larga hilera de barcos
navegaba plácidamente alejándose de tierra. Una vez rodeada la Punta de Anaga,
soplaba una suave brisa y el cielo estaba despejado, quedándose los nublados
como asidos a los montes tinerfeños.
Con
tiempo amable y soleado, avanzaba la flota sin perder de vista el pico del
Teide, como una inolvidable visión que se alzaba sobre el verdor montañoso,
como rosada por
los rayos de la puesta de sol…
…El galeón donde yo viajaba era un poderoso navío que navegaba a barlovento de los mercantes, en línea con los restantes barcos de guerra que seguían a la Capitana. Como el tiempo era bueno en esta etapa, los miembros de la tripulación y los pasajeros solían reunirse en la cubierta superior, pues en los camarotes y los espacios interiores apenas había luz y se respiraba un aire viciado que resultaba insoportable a mediodía.
Anocheció
después de aquella primera jornada mientras veíamos aún el Teide a lo lejos,
con su punta nevada resplandeciendo en el horizonte violáceo. La brisa cálida
soplaba desde África, suave, empujando directamente detrás de las velas y
haciendo que la flota avanzase a buena velocidad, acompañada por el
interminable crujir de las arboladuras y el rechinar de las cuerdas.
Reinaba
ya la oscuridad cuando se oyó tañer la campana del alcázar de popa y el grumete
cantó la hora con voz melancólica.
Dios bendiga nuestra noche
y nos haga morir en su gracia.
¡Buenas noches! ¡Buen viaje!
Señor capitán y maestre,
señores pasajeros, caballeros, y
esté usted despierto, señor
timonel. Amén.
Anunciaba
esta cantinela el descanso nocturno. A partir de ese momento, algunos hombres
se retiraban a dormir, pero otros permanecían un buen rato en cubierta,
conversando, jugando a las cartas o los dados, bebiendo vino o aguardiente y
los más piadosos rezando el rosario con los capellanes y los frailes…
…los
marineros, que a esas horas estaban tranquilos y formaban corrillos en los que
contaban sus historias los veteranos, exageraban algunos y se encendían
animados debates sobre las cosas de la navegación, o se discutía sobre si esta
o aquella feria portuaria era más o menos animada.
Conversaban largamente los marineros y hacían
memoria lánguida de las personas ausentes, de los compañeros de antaño, de sus
padres, hijos, hermanos, esposas y prometidas; recordaban las cosas de los
pueblos donde nacieron, las fiestas, los veranos, los santos patronos…
…Algunos,
de espíritu solitario, se apartaban y mataban el tiempo tallando figuras de
madera o trenzando cordeles…
El
que llaman en todos los puertos galeón español es una nave con alto bordo,
dispuesta para la pelea cercana, con gran poderío para aguantar la mar y buena
capacidad a bordo, pues lleva más armas y gente que las naves mercantes.
Aunque, a primera vista, la traza de unos y otras es similar. Mas, con
frecuencia, se toma una nao para hacer de ella un galeón, reforzando la estructura,
aumentando las armas y el lastre, y despejando las cubiertas para embarcar más
gente. Al mismo tiempo, se alzan las fortalezas y las bordas.
El
armamento que deben llevar las naos se compone de estos aparatos: para una de
200 toneladas, seis bombardas gruesas, cuatro pasamuros y cuarenta versos, amén
de las armas de mano; las de fuego, y las blancas y arrojadizas, para el combate
con barcos asidos en abordaje. Las fortificaciones a bordo incluyen castillos
altos y retraídos de la proa y de los costados, cuarteles de banda y jareta de
protección en el combés, toldas y alcázares luengos para dominar a la nave
enemiga.
Me
asomaba cada mañana a la hermosa y elevada baranda de madera que protegía la
borda en la proa. Perdía la mirada en la inmensidad del mar y disfrutaba
recibiendo la brisa fresca y salada en el rostro. Las aguas estaban de un azul
intenso y no resultaban amenazadoras, como supuse antes de embarcarme.
Percibíase esa rara sensación, ligera y elástica, que le invade a uno al
navegar. Las crestas de espuma se alzaban sobre cada ola y se multiplicaban
perdiéndose en el infinito, haciendo insignificantes los navíos, en la grandeza
y los ilimitados contornos del cielo y el océano.
Más
tarde, además de con esta visión y con el entretenimiento de la lectura, pasaba
las horas satisfaciendo mi curiosidad. El natural deseo de conocer cosas se
despertaba en mí ante el misterio que representa el arte de gobernar los barcos
y las flotas. Comprobé que la navegación era una singular mezcla de ciencia e
intuición.
…Aprovechando
que el maestre era un hombre afable y conversador, siempre que podía me subía
al entrepuente y, procurando molestar lo menos posible, me iba enterando de
todo lo que concernía al desarrollo de la travesía.
…Y
me iba explicando esto y aquello de las rutas entre España y las Indias: cómo
las flotas, partiendo desde Sanlúcar de Barrameda o de la bahía de Cádiz,
seguían el rumbo que los marinos tenían por más seguro y cierto, guiándose
hacía el sudoeste, llegando a reconocer la isla de Tenerife tras navegar 250
leguas y, después de la escala, debían recorrer la ruta del oeste cuarta al
sudoeste, para dejarse llevar por las corrientes y los vientos favorables e ir
800 leguas más allá hasta la isla que llamaban de los Caníbales, la Deseada, la
Guadalupe o la Dominica.,
…”Son
necesarias, en efecto, las cartas de marear; pues los portulanos indican los
accidentes de la línea costera y ayudan a reconocerlos. Pero, además de ello,
nos servimos de los paralelos y meridianos de Mercator y nos guiamos por la
aguja de marear; es merced al astrolabio y al cuadrante como conseguimos orientarnos,
sin perder de vista la posición del sol, las estrellas o las fases de la luna, naturalmente”…
…La singladura fue veloz mientras sopló aquel recio viento de popa. Pero, cuando ya los marineros decían que olisqueaban la tierra firme y veían en la superficie del agua palos, hierbajos, hojarasca y otros claros indicios de la proximidad de la costa, sobrevino de repente una desesperante calma que duró más de dos semanas. Sin el mínimo soplo de aire en las velas, la mar permanecía quieta, lisa como la superficie de un espejo. El cielo se cubría de ver en cuando de densos nubarrones, en una atmósfera tórrida e inmóvil.
Pasados
nueve días, se agitó una mañana un viento ardiente y violento, que obligaba a
arriar las velas para que no se hicieran trizas; pero duraba poco, y enseguida
retornaba aquella quietud y volvían los marineros a izar el velamen, que caía
lacio, sin atrapar el más leve hálito de brisa. No se avanzaba, solo con mucho trabajo
se bogaba intentando lentamente huir de la calma, pero las corrientes devolvían
de nuevo las naves a la posición anterior, obligándolas a navegar en zigzag.
El
vaho ardiente que exhalaban las maderas hacía que se corrompieran los alimentos
en las bodegas. Todo fermentaba. El interior de los barcos era un horno en el
que se elevaba el hedor de la descomposición. El agua potable contenida en
barriles se mantenía tibia, merced a lo cual adquiría un tono amarillo verdoso;
luego se tornaba nauseabunda, de manera que había que beberla tapándose la
nariz o colada con un paño para separarla de bichos y repugnantes posos.
Galletas, bizcochos y otras provisiones estaban tan echados a perder que
amargaban como la hiel. El vino era ya vinagre. Y la carne se salaba tanto para
evitar su putridez que abrasaba las gargantas secas de quienes nos atrevíamos a
probar algún bocado. Mantecas, sebos, cera, pez y brea se derretían haciéndose
líquidos como aceite.
…¡Qué calor! Las lonas y paños se deshacían. El oxido corroía los metales y las maderas se resquebrajaban obligando a los marineros a mojarlas constantemente, con lo que el vapor aumentaba empeorando las cosas. En medio de esta quietud desesperante, los viajeros empezábamos a componer un triste espectáculo: flacos, requemados por el sol, malvivíamos en la cubierta entre los animales sacados de las bodegas para que no se asfixiasen, comidos de chinches, pulgas y piojos, empapados en sudor, y cubiertos algunos de llagas y pústulas supurantes, deshechos por los vómitos y diarreas. Porque, para colmo de males, sobrevino una suerte de fiebres que empezó declarándose entre los más débiles para extenderse más tarde al resto. Comenzaba la enfermedad con cansancio y decaimiento, desapareciendo casi repentinamente el color del rostro, que se tornaba amarillento, macilento, ojeroso y de amoratados labios. Las cubiertas se saturaron de enfermos y aquellos que no podían levantarse yacían sobre sus propios excrementos. Un hedor indescriptible se extendía por toda las nave…
…Los
navíos se aproximaban y los pilotos se gritaban desde los entrepuentes sus opiniones;
si sería mejor una dirección u otra o, sencillamente, ahorrarse el esfuerzo y
esperar pacientemente al viento. Pero, como pasaba el tiempo sin ninguna
novedad, se vio que no quedaba otro remedio que seguir hacia el sudoeste, sin
hacer caso a las desconcertantes ráfagas poco uniformes y nada aprovechables…
…Cuando
se alarga esta suerte de calma que mantiene a los navíos tan quietos, el mar se
convierte en algo en extremo aburrido. Mira uno a las aguas estáticas e infinitas
y no ve otro movimiento ni más mutación que la luz de la hora del día tiñendo
el horizonte de diversos tonos, hasta que cae la noche y, entonces, diríase que
el barco flota en la nada…
…Pero
lo peor en nuestro viaje sobrevino cuando empezó a faltar el alimento…
…Los
bizcochos sabían rancios y las castañas a moho. El agua pútrida adquirió un
sabor y un olor desagradable. Los tasajos estaban duros como piedras, los
garbanzos tostados llenos de gusanos y las almendras saladas daban mucha sed.
La gente tenía malas las barrigas, vomitaban, flaqueaban y empezaban a salirles
pústulas supurantes.
Durante
aquellas largas y asfixiantes noches, apenas se podía conciliar el sueño. Los cuerpos
estaban trasudados, doloridos, tendidos encima de las duras maderas, vencidos
por tantos días de espera, faltos de ejercicio y mal alimentados. Como algunos
deliraban, se despertaban en plena noche creídos que estaban en tierra, en sus
casas, con sus parientes. Nadie prestaba ya atención a los lamentos y las voces
que se alzaban en plena oscuridad ni a las amargas quejas de desesperación.
Durante
una de aquellas penosas noches en vela, de repente se alzó una voz arrebatada.
Levanté la cabeza en el catre y no percibí la más ligera brizna de aire en
movimiento, pero se oía el crujir de los palos allá arriba y el chirrido de la
tablazón en los costados de la nao.
¿Acaso
era un signo de viento? Rogaba a Dios para que lo fuera. Pues algunos marineros
veteranos nos tenían el alma en vilo augurando que podíamos morir todos, en la
inmovilidad de los barcos, presas del escorbuto, de las fiebres o la sed.
Circulaban historias angustiosas. Se contaba que en ocasiones se encontraban en
mitad del mar barcos que habían quedado detenidos en la calma chicha durante meses.
Agotadas las provisiones, sin agua, los desdichados navegantes morían uno a uno
hasta el último, de manera que la nave quedaba a la deriva, a merced de las
corrientes. Arrastrados estos barcos fantasma hasta las vías de navegación,
eran encontrados después al cruzarse en su singladura con otros navíos que,
saltando sus marineros a las cubiertas desoladas, descubrían una tumba
flotante, con los cadáveres de los tripulantes diseminados, descompuestos, formando una macabra visión.
Por eso no recuerdo haber sentido mayor alegría que cuando aquella noche una
voz esperanzada gritó de repente:
—¡Viento! ¡Viento alisio!
Los
marineros empezaron a correr en todas direcciones, trepaban a los palos, izaban
las velas y tensaban los cabos. El maestre gritaba las órdenes desde el
castillo de popa y la tripulación obedecía llevada por una energía desbordante.
Alcé
los ojos al cielo y, con la primera luz
de la aurora, vi el velamen hinchado, atrapando el aire que soplaba con
inclinación al oeste. Se aliviaba el calor y asomaba el sol en el horizonte limpio
de bruma. Sentíase la brisa fresca al fin en el rostro y todo parecía renovado.
La flota surcaba ya el mar azul, y nos invadió a todos una feliz sensación de
libertad.
Aunque
no navegábamos demasiado rápidamente al principio, resultaba maravilloso
avanzar. Más adelante las corrientes fueron ya benévolas y el viento se declaró
entonces completamente a favor, fijando su dirección y su fuerza. Retomaba la
flota su rumbo alegremente, mientras la tripulación entonaba eufóricas coplas.
La
navegación seguía la dirección suroeste. Durante la noche lucían las estrellas
y se guiaban los navíos por la cruz del sur, que destacaba nítida en el horizonte.
A
medio día, el experto piloto tomaba la altura del sol y determinaba el grado de
la latitud; después fijaba con la ayuda de la brújula el grado de longitud. Asombrado,
observaba yo estas operaciones que se me antojaban una maravilla, fruto de la
curiosidad y de la inteligencia de los hombres. Con viento favorable, no hay
manera humana de viajar que supere a la navegación…
…Durante
la primera semana después de que soplara al fin el viento, nos vimos acompañados
de brisas y ventolinas suaves, aunque por las noches sufríamos turbonadas y
aguaceros que obligaban a los pilotos a tomar rizos y aferrar las gavias varias
veces. Pero a partir del día 7 el tiempo comenzó a empeorar. Una de aquellas
tardes el mar se tiñó casi de repente de un color grisáceo y aparecieron
nubarrones oscuros en el horizonte. Los maestres entonces supieron que
estábamos surcando ya las peligrosas aguas que atraen las más recias
tempestades en aquellos mares. Entonces hubo que prevenirse bajando a las
bodegas la artillería y todo el lastre necesario para mantener el peso en el
centro del navío y evitar así que diera el través si se declaraba una tormenta.
También
se oyó gritar la siguiente orden:
—¡Cambiad las velas viejas por las nuevas!
¡Trincad el velamen menudo en vez del grande! ¡Estirad la jarcia! Sabían bien
los veteranos que debían ejecutar con prontitud y esmero estas operaciones,
porque de ello dependía salvarse del desastre.
Antes
de que cayera del todo la noche, el viento arreciaba. Los semblantes se
volvieron graves y las miradas de los marineros oteaban el horizonte y, en vez
de darnos ánimos a los que éramos inexpertos en los menesteres de la
navegación, nos acentuaban los temores contando espantosas historias de
naufragios.
Dormía
yo plácidamente, acostumbrado ya al vaivén de la nao, cuando me sobresaltó de
repente un brusco movimiento y una especie de estampido. Desperté entonces en
la total oscuridad, sin saber de momento dónde me hallaba. Rugían las maderas alrededor
y un fuerte golpeteo arreciaba en las paredes. Luego sentí que me caía agua
fría en el rostro y noté que empezaba a estar empapado. Al iluminarse la cámara
por el súbito resplandor de un relámpago, seguido de inmediato por el trueno,
comprendí que soportábamos una tormenta.
Salí
al exterior. El viento bramaba y las olas se elevaban por encima de la borda,
alcanzando incluso los castillos de popa y proa. Todo rodaba a mi alrededor,
barriles, herramientas, fardos y poleas. Los marineros corrían de lado a lado,
agarrándose a donde podían, vociferando, maldiciendo, tratando de atar lo que
estaba suelto y afianzando los pertrechos. Media docena de hombres, con el
piloto, trataban de sujetar el timón para gobernarlo, mientras el maestre se
había amarrado en el puente y se desgañitaba tratando de hacerse oír para dar
las órdenes, en medio del ensordecedor estruendo del mar embravecido. Vacilaba
la nave, movida de las olas, como una paja, esperando todos a cada tumbo
nuestro fin. No se pudieron valer con el timón los marineros, y así lo ataron
casi sin confianza. En esto, vino una oleada tan fuerte que terminó derribando
cuanto quedaba en pie.
Para
resguardarnos de tan aparatoso trance, los viajeros fuimos a la entrecubierta
estrecha y oscura, donde permanecimos agarrados a los asideros de cuero que
estaban fijados para estos casos. Durante largas horas, soportamos la terrible
tempestad, rezando, muertos de miedo por el zarandeo y el violento subir y
bajar del barco. El agua se colaba por todas partes, empapando ropas y mantas,
haciendo aún más incómoda la situación. Agarrotados, tiritando y vomitando todo
lo que llevábamos en el estómago, solo en Dios poníamos nuestra confianza
aguardando a que nos librase de aquel brete.
En
la total oscuridad, advertimos al fin el cesar del feroz oleaje. Era ya la hora
anterior al alba y pronto vino el alivio de una tenue luz colándose por la escotilla.
Salimos a la cubierta y contemplamos con felicidad un horizonte claro, no obstante
las densas y negruzcas nubes que aún seguían ocupando gran parte del cielo.
A
bordo todo estaba mojado y el agua corría por las maderas y chorreaba en los
desniveles de las estructuras. Los marineros achicaban con cubetas, ataban cabos,
sujetaban las velas y trataban de recomponer el orden alterado por la cantidad
de cajas, fardos, toneles y enseres que se veían esparcidos por todas partes.
Los rostros estaban desencajados, los ojos con espanto aún y los movimientos de
los miembros eran lentos a causa de la fatiga por la intensa brega de la noche.
A medida que la calma retomaba al mar, unas nubecillas grises, azuladas, iban
invadiendo el cielo hacia oriente, hasta que enrojecieron y un victorioso sol
asomó rozando con dorada y triunfal luz las crestas de las olas. Se vio entonces
toda la flota muy dispersa; mas, gracias a Dios, no se había perdido ni un solo
navío…
…Reagrupada
la flota después de la tempestad, prosiguió su singladura dejando atrás esas
aguas inseguras que tan pronto eran calmas como impetuosas. Adquirió entonces
el mar un tono diferente, más verdoso, y los marineros olisquearon de nuevo en
la brisa los aromas agrestes de la tierra firme. No tardaron en aparecer
bandadas de aves que anunciaban la proximidad de las primeras islas de las
Indias, en la ruta determinada por los viejos navegantes, como lugares
indicados para dar descanso a los barcos. Esa misma tarde, con gran júbilo a
bordo, se divisó muy a lo lejos la línea oscura de la costa.
Se
hizo escala en la isla Dominica. Echamos al fin pie a tierra y, los que por primera
vez veíamos el Nuevo Mundo, nos quedamos admirados al contemplar los paisajes y
observábamos con asombro cuando aparecía ante nuestros ojos, hechos ya a solo
ver el mar: las selvas frondosas, los habitantes, las construcciones y el clima
tan diferente de aquellas tierras.
Las
tripulaciones y los viajeros queríamos aprovechar el tiempo y, no bien
acabábamos de desembarcar, nos aplicamos a las grandes comilonas que solían hacerse
en aquella primera escala, después de tan largos días navegando. Pero apenas
dos días después de hacer la aguada, la flota puso rumbo a Portobelo,
separándose de los navíos que iban a La Española, Santo Domingo, Puerto Rico y
Cartagena de Indias. Más adelante siguieron su propia ruta los que iban hacia
Maracaibo, Margarita y Riohacha.
Después
de tantas jornadas a bordo, con las consiguientes penalidades del viaje, la
visión de Portobelo resulta admirable. Las robustas fortificaciones que protegen
los arsenales y el conjunto de la ciudad se recortan componiendo una poderosa
estampa sobre el puerto, con sus amplias dársenas y los recaladeros repletos de
embarcaciones. Estando todavía la flota en la mar, a una considerable
distancia, fue recibida con salvas de bienvenida, que tronaban retumbando en
los acantilados, y por sonoros y alegres repiques de campana en todas las
iglesias. Después el atraque fue saludado con una impresionante manifestación
de júbilo. Había gente por todas partes, en los muelles y en los guirnaldas, hogueras y fiestas a lo largo de
las atarazanas.
Subió
a bordo el gobernador con el séquito de las autoridades e hicieron discursos y
loas a su majestad. Pero, no por tanto contento, dejaron de cumplir con su obligación
los funcionarios encargados del cobro. Por su parte, el maestre de la Capitana
entregó la valija enviada por la metrópoli y presentó los documentos oportunos.
Inmediatamente, se dio la orden de descarga. Entonces se extendieron las pasarelas
y comenzó el ir y venir de las interminables flotas de esclavos por los planchones,
cargando fardos, cajas, barriles y todo lo que venía de España…
…Impacientes,
los viajeros aguardaban a que los maestres permitieran el desembarco. Mientras
tanto, los oficiales pagaban sus salarios a los marineros y soldados y les
hacían las advertencias oportunas antes de dejarlos bajar a tierra. Cuando se
concedió al fin el permiso, centenares de hombres descendieron por las
paralelas y se desparramaron en todas direcciones. El bullicio del puerto
anunciaba que daba comienzo la feria.
Durante
un par de semanas, Portobelo reunía a miríadas de comerciantes con plata
abundante para comprar la mercancía que venía de España: paños, sedas, lana,
mantas, aguardiente, vino, manufacturas, herramientas, armas y artículos de
lujo. Por su parte, los indianos ofrecían sus productos: fritangas de gallina,
asados de cerdo, tortas de maíz, jarabe de lima y piedras semipreciosas, plata,
oro y carey.
La
muchedumbre que descendió de los barcos corrió apresurada a procurarse
alojamiento. Durante los días que permanece la flota en el puerto, los precios
de los hospedajes se disparan y cualquier chamizo se paga a precio de oro,
porque es el tiempo de las tormentas y llueve con frecuencia. Para cobijar a
tanta gente, incluso las autoridades tienen preparadas alhóndigas en la que se
puede pernoctar por un precio razonable.
Durante
las dos semanas siguientes a la recalada de la flota, Portobelo es el lugar más
bullicioso, alegre y concurrido de las Indias; pero asimismo el más peligroso,
pues tiene la feria su contrapartida: pleitos, reyertas, robos y homicidios. En
la ciudad, dentro de las murallas, la vida parece discurrir sin embargo de manera
más sosegada. Las grandes residencias de los ricos españoles asentados gracias
al comercio se alternan en el conjunto urbano con iglesias y conventos. Aunque
también aquí todo es mercado; en la plaza y en las calles se puede hacer
compras a todas horas del día o de la noche.
Cualquier
español vive en las Indias como un hidalgo, rodeado de esclavos indios y
negros, que les sirven en todo: les traen el agua, les hacen de comer, les lavan
las ropas y les libran del mínimo trabajo.
El
mayor peligro y daño que hay en aquellos puertos de Indias es el de los piratas,
que no dejan un solo año de molestar en las costas. Por eso preocupan mucho a
las autoridades los menesteres de la defensa. Las fortificaciones fijas que,
como se vio años atrás, fueron bastante endebles, debieron más tarde rematarse
con las móviles y con el personal del presidio, raras veces al completo.
Las
declaradas presencias de corsarios por toda la costa, especialmente por donde
pueden obtener fruto de sus rapiñas, son combatidas además mediante patrullaje
naval. Pero estos aparatos, para ser eficaces, claro, tienen que moverse con
premura, al menos con la misma que los bandidos, que navegan en lanchas
rápidas, impulsadas a vela y remo, lo que dificultaba alcanzarlas. Para hacer
frente a esto, el nuevo gobernador, don Hernando de Córdoba, tuvo la feliz ocurrencia
de ordenar que se estacionara en el puerto una galera con doscientos esclavos
negros como tripulación. Dada la ineficacia de los galeones por su falta de
velocidad y maniobrabilidad, así como por su imposibilidad de entrar por aguas superficiales,
esta prudente provisión ha mantenido muy seguros los puertos y los pueblos,
según alaban todos, desde el pasado año.
Si
resulta difícil construir y mantener las defensas fijas y móviles, mucho más lo
es contar con gente de presidio o con milicias adiestradas de las que echar
mano para la defensa. Se quejan allí mucho las autoridades de que no hay
recursos para pagar suficiente dotación. Pero tampoco los vecinos pueden
resolver todas esas carencias. Demasiada carga soportan, según lloran, con la
carestía de precios, las rondas nocturnas que han de hacer y el alojamiento de
soldados de las flotas; ¡como para tener también que convertirse en soldados y
arriesgar sus vidas!
Ahora
bien, alguien tiene que defender la ciudad, si la dotación del presidio no es
suficiente. De ahí que algunas veces se realizan alardes. Como el que se hizo
nada más recalar la flota, que congregó a doscientos infantes y cien arcabuceros.
Y no son estos sacrificios en vano, pues ha de saber vuestra excelencia que es
Portobelo uno de los puertos más importantes donde se guarda la plata de Nueva
Granada, y por ello de la Flota de Indias. El oro, procedente sobre todo de la
Nueva España, es trasportado en mulas a través del Camino de Cruces, y luego se
embarca y navega por el río Chagres en pequeñas embarcaciones, hasta llegar a
Portobelo, en donde lo cargan en la flota hacia España.
Y
por ello son tan célebres sus ferias, las cuales duran hasta cuarenta días,
debido a la acumulación de mercancías y metales preciosos. Por esa misma razón,
ha sido objeto de la codicia de los corsarios y sufrió diversos intentos de
saqueo.
…En Portobelo estuvo anclada la flota llamada de los Galeones o Nombre de Dios a la espera del tornaviaje, que
se iniciaba en el istmo de Panamá a mediados de marzo, con objeto de reunirse
todas las naves en La Habana en el mes de abril. Sabido es que el regreso
resulta mucho más peligroso que la ida, pues súmase al riesgo de huracanes y
tempestades el peligro de los piratas, que aumenta atraído por el valor de la
carga que se transporta; el tesoro real, compuesto por la plata procedente de los
tributos cobrados en las Indias y las remesas de los comerciantes, amén de lo
que se saca de las propiedades de nuestro señor el rey.
Pero
no ha de pensarse que lo único que se trae de las Indias es plata y oro. Hay
que destacar, además, algunos productos valiosos y únicos que se dan allí, como
son el tabaco, el cacao, la cochinilla, el añil, el palo del Brasil, el buen
cuero y las maderas nobles. Por su parte, la otra flota, llamada Flota de la
Nueva España, que echa el ancla en Veracruz, debía asimismo venir hasta La
Habana, donde esperaban los buques de guerra de escolta y así emprender ambas
unidas el viaje de vuelta a España.
Como
los barcos iban llegando lentamente, las autoridades de la mar se impacientaban,
porque se había que partir antes del día 10 de agosto para evitar los desastres
que causaban los temporales en el Canal de las Bahamas. Si para esa fecha no se
ha reunido la flota, no queda más remedio que demorar la partida hasta el año siguiente.
Aunque
bien es cierto que mientras se aguarda la llegada de los barcos, bulle la
actividad en el puerto; no se desperdicia el tiempo y se prosiguen las tareas
de carenar y preparar las naves para la larga travesía. Cuando estuvo al fin en
el puerto el último de los barcos, se mandó hacer la aguada, se cargaron los
víveres para la travesía y se dio la orden de partida. La flota zarpó de La
Habana y navegó hacia el noroeste, para atravesar el canal de las Bahamas que,
como digo, es uno de los pasos más peligrosos. Es esta la vieja ruta que los
marinos veteranos llaman del piloto Alaminos. Y te ponen el alma en vilo
cuando, al navegar por aquellas aguas sembradas de arrecifes, te cuentan que en
el fondo del mar yacen multitud de galeones.
El
viaje prosiguió cerca de las Bermudas y luego arrumbó recio en busca de los vientos
de poniente, para llegar a las Azores en donde se hace la escala. En este
puerto se tuvo noticia de la presencia de piratas en las aguas cercanas. Para
prevenir riesgos, se aprestó la artillería y los barcos quedaron ya listos para
el combate en toda la singladura. Se navegó hacia el Algarve y el cabo de San
Vicente, y desde allí se puso proa a la desembocadura del Guadalquivir.
Ningún
aviso se manda a España de la llegada de la flota, por muy esperada que sea,
pues la noticia podría alertar a los piratas y acabar todo en desastre a las
puertas. La única nueva del arribo es la que se tiene al verlas llegar a Sanlúcar.
Desde la Barra, los galeones van remontando con aprieto el Guadalquivir. Cuando
al fin se avista el puerto de Sevilla, se siente una alegría muy grande y se
contempla el alivio en los rostros de los maestres y tripulantes. ¡Qué emoción
al entonarse la salve marinera!"
GALEÓN
Jesús Sánchez Adalid
La Esfera de los Libros, S.L.
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